Su refugio se encontraba a más de 4000 metros, en el inhóspito lugar
casi inaccesible para cualquier ave común, bajo la vista del maravilloso animal,
volaba en el cielo despejado observando detalladamente con su vista telescópica
todo lo que se desplazaba en la superficie terrestre, cuando descendía, lo
hacía a alta velocidad, en esta ocasión lo hizo sobre la faz de las aguas del
anchuroso lago del Coquivacoa, desplegando sus casi 2 metros de alas de hermoso
plumaje; en la cima, de la cúspide la montaña del páramo de la culata, en la
Sierra Nevada de los andes venezolanos, yacían en espera en su nido, sus amados
embriones, quienes esperaban pacientemente su venida para recibir del
acostumbrado calor que provenía del abrigo de sus alas, ellos dormían confiados
en sus cascarones soñando y esperando el día que saldrían a enfrentarse al
desconocido mundo; dulce morada tenían los huevos del águila Harpía, ¡Claro!
Estaban sobre la roca fuerte donde se hallaba el cómodo y cálido refugio.
Como la audaz serpiente, uno de sus hijos fue arrebatado, de manos
de un hombre, quien con astucia y actitud de vil ladrón, esperó que el
portentoso animal saliera de su nido para evitar ser atacado con el poder de su
espíritu, ya que le tenía mucho temor, pero su codicia era más fuerte que su
temor por lo que se arriesgó a obtener el preciado trofeo, sacándolo de su
hábitat natural. El huevo lo puso dentro de una granja avícola, entre las
gallinas, patos y otros animales que compartían el corral de la granja, al
nacer el pequeño aguilucho aprendió rápido a ser gallina, era un animal muy
inteligente, permaneció en cautiverio, y la jaula se convirtió en su nueva
morada, una habitación que estaba muy lejos de la montaña, de su esencia y ella
lo presentía.
En las noches, a través de la ventana apreciaba como las aves
nocturnas volaban entre las estrellas y la luna, y todas las mañanas, en el
resplandor del día, observaba en el horizonte el paso del sol y las nubes en el
hermoso cielo azul, de la cual emergía de la tierra una imponente protuberancia
rocosa levantándose como poderoso gigante, hogar de donde había sido despojado.
AGUI, como le decía su dueño, se creía gallina, aprendió a cacarear
con su voz extraña, ya que a pesar que estaba allí no pertenecía a ese lugar,
así mismo aprendió a escarbar en la tierra, puesta la mirada en lo terrenal,
para buscar su inmundo y deficiente alimento, sus garras largas se deterioraban
cuando las enterraba en la tierra y le imposibilitaban escarbar correctamente haciendo
que el trabajo de búsqueda de las insípidas lombrices fuera cargoso, por tanto
era la burla de las demás aves del corral, ya que era mala gallina; al comienzo
estaba suelto con ellas aprendiendo sus costumbres, No entendía porque no había
podido poner huevos, si todas las gallinas eran ponedoras, además el gallo ni
se acercaba a ella, y tenía miedo de que la agarrasen para caldo, no era para
nada agradable esa sensación, sin embargo aprendió a estar enjaulada y
sobrellevar su condición ajustándose a las condiciones del mundo que la rodeaba.
Empezó a desarrollar algunos de sus dones naturales; su vista la
llevaba a ver más allá de lo normal para un plumífero animal de corral, lo cual
le producía gran curiosidad, miraba hacia arriba, se preguntaba como otras aves
podían mantenerse surcando el anchuroso cielo y quién les había enseñado a volar,
porque estaba convencida que las gallinas eran vuelo corto; su anhelo era
conocer el dueño de tan maravilloso lugar que era el cielo. Nunca había
aprendido a desplegar sus fuertes alas porque el espacio no se lo permitía y al
expandirlas espantaba a las otras gallinas. Así que aprendió a convivir y relacionarse
con las otras especies, pensando que era natural, miraba a su alrededor y observaba
a los patos, a las ovejas, al perro, burros y los cerdos.
Un día, una persona de buen corazón pasó por frente de la granja mirando
al precioso animal, y se entristeció por su condición de esclavitud, sabía que las
águilas Harpías debían permanecer libres, su amor por el ave la movió a misericordia, entonces
decidió comprar y pagar el precio por el ave en cautiverio, que todavía estaba
en período de crecimiento y a tiempo de ser salvada, su precio fue muy costoso
entregó todo lo que tenía, pero no le importó porque amaba, las amaba como se
ama a un hijo, todo valía la pena siempre y cuando se salvara la especie y
pudiera volar libremente surcando los cielos, como el Señor lo había diseñado y
creado.
Para trasladarla a lugares altos, primero fue el pie de la montaña,
y allí abrir su fría celda, el ave incrédula, dudosa y asustada permanecía
dentro de su jaula, no sabía qué hacer, no tenía confianza en su salvador, no
entendía lo que le decía; ella pensaba que dentro de su jaula se encontraría a
salvo y segura, era su zona de confort, era de esperarse ya que era una
gallina, no había desarrollado el valor de su corazón de águila.
Su nuevo dueño, le hablaba con palabras de amor, ella fue
aprendiendo a conocerlo, le contaba de las cosas maravillosas que el creador
había hecho para ella, pero incrédula, se conformaba con escuchar y no daba el
paso hacia la puerta de la libertad, su fe era débil; su pico crecía con el
tiempo y se empezó alimentarla con lo que comen las águilas para fortalecerla,
enseñarle a comer el maná de vida, las garras se hacían más fuertes y duras
aprendió a agarrar fuertemente la presa, en especial las serpientes, en
principio las que podía manejar y no eran venenosas y después las más
peligrosas, en forma iba creciendo su espíritu guerrero; preocupado por la
situación, su dueño, la forzó a atravesar la puerta y destruyó su jaula, pero
ella caminaba y no emprendía vuelo largo, porque no sabía volar, como lo hacían
las gallinas. Aplicó varias estrategias e hizo todo lo que estaba en sus manos
para enseñarle a volar, pero ella era un pollo en su alma, no dejaba que su
espíritu fuera liberado, no entendía cómo hacerlo.
Entonces el dueño decidió llevarla a lo alto del monte, para que
conociera a un águila especial y a través del cual ella conocería su esencia;
fue dura la subida, tuvieron que dejar en el camino parte del equipaje, porque
el peso a cuesta no les permitía avanzar, hacía mucho frío a medida que subían,
el ave nunca dejó de estar aferrada del brazo de su dueño, observaba cómo su señor
dejaba su vida por llevarla a los lugares altos, sangró en múltiples
oportunidades por las raspaduras ocasionadas por las piedras de tropiezo del
camino, perdió las uñas de las manos y los pies por de tantos golpes que
recibió de las cortantes piedras, sin embargo, eso no lo detuvo, ni mermo su
anhelo, al finalizar el día caía exhausto del cansancio, tardo 40 días en
llegar a la cúspide del pico rocoso; aprovecho para dejarla en un nido, en
espera de especial hermano, para que este le enseñara volar, le guiara por los
lugares altos y le exhortara a dar el paso de fe. Pronto vendría el proceso de adultez,
de prueba, de renovación y muerte, era imprescindible que estuviese preparada.
Por fin llegó el tan esperado amigo, el cual en principio lucho con
ella porque veía que era un pollo, necesitaba eliminar esa conducta, pero Agui
le demostró de qué material estaba hecho, entonces cayó en gracia y empezaron a
compartir íntimamente los secretos de las alturas, hasta que llegó el día del
salto de fe y despegue. Agui pensaba en lo alto de la montaña y se negaba a dar
el paso, entonces Sam, nombre del águila, la empujó al despeñadero, para
despertar su espíritu de ave rapaz, pues en su desespero empezó a aletear hasta
que se estabilizó y pudo controlar su vuelo. Ya no era un sueño, estaba
volando. Olvido el cacareo y se comportó como nuevo ser, la vieja manera de
vivir había muerto y resucitado.
Usted y yo somos ese pollo llamado Agui, somos águilas que nos
criamos en un mundo que no es el nuestro, por eso debemos aprender a volar en
el Señor, quitando de nuestra mente los esquemas aprendidos que limitan nuestra
vida espiritual hasta que dejemos de comportarnos como gallinas. A veces es
necesario que el Espíritu Santo nos dé un empujón al filo en el risco más alto,
como acto sublime de amor, el Padre necesita ver de qué estamos hechos, Él
necesita probar nuestra fe, verificar si hemos muerto a nuestra incredulidad,
tirando por el precipicio nuestras fuerzas y la incapacidad de ver más allá del
horizonte terrenal; es allí cuando aprendemos a abrir las alas, para emprender
el vuelo en los lugares celestiales.
La mayoría de las circunstancias que se nos presentan no tienen
motivo aparente y desconocemos su origen, solo Dios lo sabe, pero estoy convencido de que todo viene para bien, si ellas son el abismo, pues en la caída aprendemos a
descubrir que tenemos alas para volar y las podemos utilizar para colocarnos
nuevamente sobre la roca y nos damos cuenta que no somos ciudadanos de este
mundo, que viven cacareando y viviendo el presente sin pensar en el futuro, la vida
eterna, sino que somos águilas que aprendieron a volar por el reino de los
cielos y somos herederos de la gloria.
Así que, entre más alta sea la montaña y por más difícil que sea la
subida, si nos enfocamos en Cristo, cuando volamos todo se vuelve pequeño,
porque los hijos de Dios aprenden a vencer el mundo, como lo hizo Jesús. Amén...
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